sábado, 19 de noviembre de 2005

El ruido

Llegue a la habitación agotado. Tras dejar la cazadora sobre una silla, miré de reojo el reloj de la mesilla que marcaba las 4 y 32 de la noche. Tomé un vaso de leche fría y encendí un cigarro mientras miraba por la ventana. Nada nuevo bajo las farolas.
Esquivando los golpes del silencio y del aburrimiento, recorrí la distancia que me separaba de la cama y me tumbé al tiempo que me quitaba los zapatos con los propios pies.
Cerré los ojos, buscando el sueño. Un sueño. El que sea.
De repente lo oí. Ese maldito ruido al otro lado de la habitación. Ese molesto estruendo que traspasaba mi cerebro como una bala.
La nausea que me provocaba tal sonido me inmovilizaba. Me fijaba a las sabanas como los clavos a un ataúd. Era horrible.
Me di la vuelta y traté de amortiguar el ruido colocando mi cabeza bajo la almohada. Inútil. Todo inútil. Las ondas sonoras de aquella detonación constante y sin tregua traspasaban todos los muros. Era una fuerza imparable que a buen seguro recorría toda la ciudad. Era la razón de que los perros ladrasen sin aparente motivo por las noches. La voz de la conciencia del esquizofrénico. Era la gota que colma el vaso de la neurosis. La excusa para salir corriendo del cobarde. El argumento que alimenta el insomnio del culpable.
No pude aguantar más. Me levanté, me dirigí al baño y cerré el maldito grifo.
El goteo cesó. Los perros dejaron de ladrar. El esquizofrénico dejó de oír voces y su neurosis no rebosó. El cobarde siguió siendo cobarde pero aguantó el tipo. El culpable por fin durmió y yo con él.

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